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Anoche se presentó ante mí un recuerdo olvidado; ya la noche se mecía en el alba, arropando con luz la presencia de la Luna.

Me ví sentado en la fría tierra seca. En mis manos notaba los terrones de arena dura, y al alzar la vista volví a ver el blanco cielo que cobijaba la huerta, bajo finas nubes cuadrículadas de color gris. En el exterior, se dibujaban las fronteras del campo. El viento se entrechocaba. Pasaba ululando entre las rendijas del invernadero, produciendo un sonido ensordecedor en los días de ventisca.
La voz de mi padre se alzaba al fondo, tosca y enternecedora. En sus manos, llevaba la azada, madera y metal. Pasó por entre las lindes formadas por los pequeños brotes que nacían. Paró a la mitad. Los brotes se mezclaban con la mala hierba, en algunas ocasiones se abrazaban en cortejo. La azada sonreía. Las manos ya besaban la madera; el metal se calentaba en su ascenso. Ya por encima de la cabeza del hombre, el niño cerraba los ojos.
El sonido era dulce. El acero ara(ña)ba la corteza gélida. Las fisuras a su paso se propagaban, el hierro se agarraba a la tierra. La azada hincaba sus uñas. Los brazos ya hacia atrás con fuerza. Muerta ya, la vida de la mala hierba.
El niño abría los ojos, y el proceso se repetía. Recuerdo en mi mano la dura tierra en grito, a la que yo daba vida, dibujando en su forma caras.